La Tartería - Pastelería artesanal en Castro del Río

Desde que nací, me acostumbré a ver a mi abuelo delante de la puerta del horno.

El olor a dulces recién salidos del horno y a caramelo fundido se quedaron grabados en mi memoria.

Cuando comencé a aprender a hacer los castillos de caramelo pasábamos muchas horas juntos y me refería historias de su vida y su trabajo.

Me contó que comenzó a ir a las Escuelas Reales a los 9 años, la misma escuela a la que había ido su padre y décadas después fui yo.

Pero que cuando todavía no había cumplido los 13 años, Baltasar Salas lo tomó como aprendiz en su confitería de la calle Caridad. Su formación comenzó el 13 de febrero de 1943 y terminó el día que se fue a Tenerife a cumplir con el servicio militar.

Cuando vino de la mili (1951-52), comenzó a trabajar en la panadería familiar y unos años después acondicionó una habitación como obrador para la confitería.

Hojaldres, bizcochas, negritos, cortadillos de sidra, huevos fritos, suspiros, roscos de vino, magdalenas…

Era el quehacer de todos los días, pero la seña de identidad de mi abuelo fueron los castillos de caramelos, tarta típica y tradicional de las bodas de Castro.

Con su maestro aprendió a darle el punto al caramelo con frutos secos, y a moldearlo, pero mi abuelo incorporó nuevos diseños, llegando a armar verdaderas estructuras arquitectónicas de pasta de azúcar con cacahuetes, almendras, avellanas…, que una vez terminadas decoraba con merengue y guindas.

Recuerdo con nostalgia el horno que un año me trajeron los reyes, quería hacer lo mismo que hacía mi abuelo y con la misma esencia. El me decía que el secreto de un confitero no estaba en las recetas, sino en las manos que las hacían, en el cariño que se
ponía al amasar, en la paciencia para esperar el punto justo.

La confitería Caravaca estuvo funcionando aproximadamente desde 1957 hasta 1994, año en que mi abuelo se jubiló, aunque él siguió haciendo sus castillos de caramelo hasta prácticamente el día de su muerte, a los 92 años.

Aún hoy, cuando preparo una tarta o huelo la nata montándose, me parece escuchar su voz, tranquila y firme, recordándome que las cosas bien hechas llevan su tiempo, y que el sabor de lo auténtico, de lo tradicional se consigue con paciencia, ingredientes de calidad, compromiso y respeto por este oficio, que no es sólo un trabajo, es una forma de vida, una manera de cuidar a los demás a través de lo que sale del horno.